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jueves, 18 de diciembre de 2014

Sin envidias al Conde de Montecristo

Una de mis lecturas favoritas es el Conde de Montecristo. Aun con sus cuatro tomos está en la reducida lista de 10 libros que me llevaría para una isla desierta donde no hubiera nada más que hacer. Lo he leido completo cuatro veces en toda mi vida y he hecho otras tres repasadas a los capítulos que más me gustan. A las lecturas de Alejandro Dumas y de Julio Verne principalmente debo mis primeros pasos en conocer la maravillosa Europa: siento que he paseado por los Campos Eliseos en París, he recorrido el Mediterráneo o he disfrutado los carnavales de Roma.

Muchos pasajes del Montecristo me impresionaron pues cuando se escribió el libro se consideraba que el conocimiento principal de la humanidad estaba en unas centena de libros, hoy es inabarcable. Un pasaje interesante desde el punto de vista culinario-cultural es cuando el protagonista se ufana de lograr “cosas imposibles de obtener” gracias al (mucho) dinero y a la voluntad como era el reunir en una mesa platos muy distantes geográficamente. Una de las escenas de estas excentricidades ocurre cuando durante una fastuosa comida se sirven en una misma bandeja dos pescados: un esturión del Volga en Rusia y una lamprea del Lago Fusaro, a cinco leguas de Nápoles, en Italia.

En el tiempo de Montecristo esto era todo una hazaña pues había poco desarrollo en el transporte y no existían los grandes camiones con congelación bajo cero para el transporte de alimentos. Para mí que vengo de una isla donde se come muy sano, pero también con poca variedad de acuerdo a las posibilidades de la clase media baja, sigue siendo un delicioso asombro reunir en mi mesa tanta diversidad sin gastar la fortuna del famoso conde. Así en una comida puedo disfrutar de un Seelachs de la costa nórdica, un salmón salvaje del Rihn o un atún americano. Puedo sazonarlos con hierbas turcas, ajos de China, aderezarlos con aceitunas, aceto balsámico o aceite de olivas italianos, y acompañarlos con papas alemanas.

La más auténtica comina cubana, una Ropa Vieja, en Berlin puede ser toda una mezcla de nacionalidades: hojitas de laurel y comino turcos, tomates holandes, limones brasileños, res suiza, aceite español, cebollas y cilantro alemán. Puedo acompañarla con unas buenas yucas vietnamitas, puré de malangas chinas, congrí con arroz asiático y frijoles ingleses, o unos buenos tostones de plátanos tailandeses. 

La variedad de vegetales retan la creatividad más aguda y se pueden combinar en una ensalada berenjenas españolas, ajíes marroquíes, pepinos turcos, junto a variedades de lechugas, coles y brocolli locales. Con las frutas también puede disfrutarse otro melange interesante: manzanas, peras y uvas italianas o locales, ciruelas y aguacates españoles, platanitos frutas de Costa Rica o Ecuador... Los vinos y licores igual representan los cuatros puntos cardinales así por ejemplo puedes degustar bebidas de lugares tan remotos como Chile o Sudáfrica.

La primera vez que hice conciencia de este intercambio cultural y cosmopolita de Berlin fue en mi curso de alemán: compartí un mes con 16 alumnos de 10 nacionalidades. Ya sin mucha envidia al Conde de Montecristo le comenté mi sombro a un buen amigo que ama esta compenetración cultural y solo me dijo: Bienvenida a Europa, corazón.

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